MIÉRCOLES SANTO


El Evangelista Mateo nos narra el anuncio de la traición de Judas por parte de Jesús. Aquel que ha mojado en la misma fuente que yo, ese me va a entregar. Es uno de los discípulos, un amigo, uno de los íntimos, de aquellos doce que el mismo Señor ha escogido para ser apóstoles. En aquella mesa sólo están los amigos, no hay nadie extraño, ellos son ahora la familia de Jesús como el mismo había dicho. Estos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen. ¡Qué tristeza para Jesús! ¡Qué débiles y pecadores somos los hombres! Todos han visto los milagros de Jesús, sus acciones, su entrega, su servicio, han escuchado sus palabras, han compartido con él desde hace tres años todo, les ha abierto el corazón, ..., y sin embargo, Judas, un traidor por treinta pobres monedas, Pedro, un cobarde dentro de poco ante una criada y unos sirvientes, y los otros, todos huirán dejándolo sólo, todos menos Juan, el más joven. ¿Por qué anuncia el Señor la traición de Judas y la negación de Pedro y también la de los otros discípulos? Jesús no les echa en cara nada, pero sin embargo se lamenta como hombre ante la amistad defraudada. ¿Quizás quiere que ellos se den cuenta de lo que han hecho o van a hacer? Todavía están a tiempo de cambiar, de actuar de otro modo. Tal vez, el Señor quiere darles a conocer que conoce lo que han hecho o van a hacer, y quiere mostrarles que sin embargo los sigue considerando sus amigos a pesar de todo. Espera su conversión. Muchas veces también nosotros traicionamos o abandonamos a Jesús en muchos momentos de nuestra vida. Lo cambiamos como Judas por "treinta monedas", o lo que es parecido, por el que dirán, por quedar bien, por no parecer un beato, por unas horas más de cama, por una excursión, por un programa de televisión, por pereza, ..., ¡por treinta monedas! Por miserias dejamos a Jesús que se da cada día en la Eucaristía por nosotros. No tenemos tiempo para él, pero sí para nosotros y nuestras cosas, incluso para perderlo inútilmente, pero no para Dios. ¡Treinta monedas! Y como Pedro, ¡cuántas veces lo negamos! Somos creyentes pero nos avergonzamos de confesar nuestra fe. Callamos cuando tendríamos que hablar para defender al Señor, a la Iglesia, nuestra fe... ¡Cobardes! Sí, tú y yo, una y mil veces. Cuando llega el momento, la oportunidad de dar la cara por Jesús, corremos a escondernos, con miedo del mundo. ¿Tenemos miedo de que nos señalen con el dedo y nos digan que somos seguidores de Jesús como le sucedió a Pedro? ¿Te avergüenza que digan que vas a misa, que rezas, que eres amigo del cura, que das catequesis, ...? Queremos ser cristianos pero de incognito, de esos que no lo parecen, sin que se note. Amigos de Cristo pero sólo en lo fácil y en el triunfo, nunca en la dificultad ni en la persecución. ¡Señor, haznos valientes y decididos! Que sepamos llorar nuestras infidelidades a tu amistad y que como Pedro y los demás discípulos, sepamos arrepentirnos de nuestras traiciones y cobardías, y demos la vida por tí como tú la has dado por nosotros.

MARTES SANTO


El Evangelista Juan, el discípulo amado de Jesús que reclinó su cabeza contra el pecho del Señor, nos transmite la profunda conmoción del Maestro ante la traición que inmediatamente va a anunciar durante la cena de Pascua. Jesús ama a todos sus discípulos como verdaderos amigos y así los ha tratado siempre, dándoles a conocer todo lo que el Padre le ha dado. Jesús es un amigo fiel y sincero, leal, ... , por eso la traición de sus amigos es lo que más profundamente hiere su corazón de hombre. Quien alguna vez haya sido traicionado por un amigo al que consideraba como tal, puede entender lo que sufrió y sintió Jesús en la Última Cena. Dios se da por entero a los hombres, nos da todo su amor, y sin embargo los hombres, sus amigos, les devolvemos traición tras traición con cada uno de nuestros pecados. Pedro, ante el anuncio de Jesús de que uno de los discípulos le va a entregar, le hace señas a Juan para que le pregunte por quién lo decía. ¡Ah, Pedro! Tú piensas que no eres tú, que el traidor es siempre otro, que tú eres bueno y el mejor de todos, el más valiente y decidido de todos los discípulos. Cuántas veces caemos también en esta tentación de Pedro, de creernos mejores que los demás, de pensar que las palabras de Jesús no van con nosotros, que yo no, es imposible que yo sea un traidor, pero de los otros, no pongo la mano en el fuego por nadie. Cuando Jesús anunció la traición seguramente pasaron por la cabeza de Pedro, uno tras otro, todos los discípulos, y él los fue juzgando y examinando. Yo no soy, Juan seguramente no, quiere demasiado a Jesús para ser él, mi hermano Andrés descartado, Santiago es impulsivo pero de ahí a entregar a Jesús, y además por qué motivo iba a hacerlo, Felipe siempre andaba preguntando por todo a Jesús, pero no puede ser tampoco él, Mateo, el recaudador no me cayó siempre bien, no me fiaba de él al principio, un cobrador de impuestos al servicio de Roma, hay que estar loco para aceptar a alguien así en nuestro grupo, pero Jesús lo acogió con cariño y parece que no le importaba nada su pasado, Simón el cananeo es un exaltado, odia a los romanos pero desde que conoció a Jesús y él lo admitió como discípulo abandonó la lucha armada, no me lo imagino vendido a Jesús a los romanos, ... ¿quién podrá ser? Pedro y los demás juzgarían en su interior a los otros como lo hacemos también nosotros tantas veces. Si hay un traidor siempre es el otro, nunca nosotros. ¡Cómo voy a ser yo un traidor a Jesús! Y sin embargo en la mesa hay no un sólo traidor, sino más traidores. Judas que vendió a Jesús por treinta monedas y lo señaló con un beso. ¡Amigo, con un beso entregas al Hijo del Hombre!, le dirá el Señor en Getsemaní. Judas, el amigo, el honrado Judas, el servicial Judas, que así era tenido por todos, pues con esa plena confianza se le había hecho depositario de la bolsa de todo el grupo. Judas, el traidor. Así ha pasado a la historia. Pero cuando marcha Judas, Jesús señala otra traición, quizás más dolorosa, la de Pedro. Antes que el gallo cante, me negaras tres veces. Pedro, el valiente, el primero de todos los apóstoles, la roca, y ahora, también traidor a Jesús. Muchas veces juzgamos a los demás y no nos damos cuenta de que quizás nosotros también tenemos esos mismos pecados o peores incluso que los otros. Y si no los tenemos ahora, quien sabe si caeremos en ellos en un momento u otro. Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Pedro juzgó y le venció la curiosidad de saber quien era el traidor, el malo, pero más tarde comprendió que él también lo era, de otro modo quizás, pero también traidor, abandonando y negando a Jesús, su amigo, en el momento más duro y difícil, y todo por cobardía, él que se tenía por valiente ante todos y por duro. Por eso Pedro cuando cantó el gallo, recordó todo ésto y saliendo afuera, lloró amargamente. lloremos también nosotros estos días por las veces que creyéndonos mejores que los demás traicionamos a Jesús por nuestras cobardías, por nuestra tibieza, por nuestras infidelidades, por nuestros pecados y egoísmos. En la mesa había más de un traidor: Judas, Pedro, los demás discípulos que huyeron dejando solo al amigo, ..., y también tú y yo, que nos sentamos a la mesa de la Eucaristía y que a pesar de llamarnos amigos de Cristo lo traicionamos una y otra vez. ¡Señor, te misericordia de nosotros!

LUNES SANTO


El Evangelio de Juan nos sitúa en la casa de Lázaro, de Marta y de María, los tres hermanos que eran amigos íntimos de Jesús. La cena a la cuál asiste el Señor ocurre después de la resurrección de Lázaro. Era seis días antes de la Pascua. El evangelista hace incapié en esta referencia temporal porque María va a ungir simbólicamente a Jesús como anticipo de su sepultura. Estando Jesús a la mesa con sus discípulos, Marta servía y Lázaro estaba al lado del Señor, y María, la otra hermana, toma perfume y le unge los pies a Jesús. El evangelista precisa que era una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso. Toda la casa se llenó con la fragancia. Era un detalle de cariño hacia el Maestro, de amor limpio hacia el amigo. Lavar los pies y manos al invitado y perfumar su cabeza, era un gesto de hospitalidad y un honor que se dispensaba a aquellos a los que se estimaba. Los tres hermanos querían mucho a Jesús y se sentían muy honrados cada vez que el Señor se alojaba en su casa, también Jesús amaba a Lázaro, a Marta y a María. Eran detalles de cariño, de amor sincero, de fraternidad mutua entre los cuatro. ¿Cómo es nuestro trato con Jesús? Me gustaría saber tratar a Jesús con la misma dulzura, amistad, amor, sencillez, espontaneidad, cariño, intimidad, cercanía, fraternidad, ..., con que lo trataban aquellos tres hermanos. Jesús desea ser tratado de esta manera, como un amigo, no como un juez riguroso, como un dios lejano, distante, como una visita inoportuna y molesta, no quiere que le tratemos por compromiso, por costumbre, por tradición, por rutina, ... ¡Qué fríos somos a veces los hombres con Dios! El Señor estaba muy a gusto en casa de Lázaro, de Marta y de María, porque allí había amor. Se amaban los unos a los otros de corazón. Jesús se encontraba entre amigos y podía por eso descansar y ser el mismo, sin protocolos, sin mantener las distancias, sin el corsé de lo políticamente correcto, ... No olvidemos que Jesús es también hombre. ¡Qué a gusto me siento yo también entre los amigos sinceros! Dice la Escritura que quien tiene un amigo tiene un tesoro. Por eso Jesús a sus discípulos les llama amigos en la última cena, porque les ha abierto su corazón sin temor. ¡Qué importante es la amistad verdadera! Dios quiere nuestra amistad, no nuestra servidumbre, ni nuestra esclavitud. Los santos son los amigos de Dios. Tú y yo estamos llamados a ser sus amigos. Y sin embargo, a la mesa, no todos eran amigos sinceros. Judas, uno de los discípulos, recrimina abiertamente la actitud de María. El evangelista pone cuidado en decir sin rodeos que Judas Iscariote, era el que lo iba a entregar y que además era un ladrón y que no le importaban nada los pobres. Judas se quejó del despilfarro de trescientos denarios que costaba el perfume y que bien podían habérselo dado a los pobres. ¡Cuántos dicen ésto mismo de forma distinta a veces! Usan a los pobres para criticar con dureza a la Iglesia. ¿Para qué tanto templo, tantas joyas, tanta riqueza que tiene la Iglesia? Es posible que en parte tengan razón y que debemos ser más austeros todavía y desprendernos de aquello que es superfluo e innecesario, pero sin caer en extremismos, pues una Iglesia sin medios tampoco podría socorrer como lo hace a los pobres y necesitados. Judas criticaba aquello que él mismo no vivía. También muchos de los que critican a la Iglesia su riqueza quizás tampoco son capaces de repartir lo suyo a los pobres, ni tan siquiera de compartirlo. Hay que huir de la tentación de la crítica descarnada, del pesimismo radical, de oponerse a todo por sistema, de ver solo el lado malo de las cosas, de estar siempre enjuiciando todo y a todos, de querer dar lecciones a diestro y siniestro, de ponerse uno mismo como ejemplo y modelo, de querer aparentar lo que realmente no somos, de creernos mejores que los demás, de creer que lo sabemos todo, de opinar sobre todo, de querer decir siempre la última palabra, ... Señor, ayúdame a ser humilde, que no caiga en la tentación de la soberbia y en el lazo del orgullo. María simplemente se dejó llevar por el amor hacia Jesús, por su cariño hacia él. No pensó, ni calculó, ni midió, ni sopesó, ni planeo, ni dudó, ..., sólo amó y por eso acertó. Judas sin embargo se equivocó. ¡Cuántas veces soy como Judas! ¡Señor hazme ser como María!

DOMINGO DE RAMOS


Con la celebración del Domingo de Ramos comenzamos solemnemente la Semana Santa, Semana Mayor para los cristianos. Estamos a las puertas del Triduo Pascual en dónde celebraremos el Misterio de los Misterios, la Pascua del Señor, el día más importante del año cristiano y el centro de nuestra fe. Hoy acompañamos al Señor en el gozo y la alegría, pero también en el dolor y la muerte. Cristo es aclamado como Rey entrando triunfal en Jerusalén, entre gritos de júbilo con palmas y ramos de olivo. Pronto, esos mismos cánticos y aclamaciones, se convertirán en gritos llenos de furia contra el Hijo de Dios: ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! Son las dos caras de una misma moneda, la del corazón de los hombres. Gracia y pecado, bondad y maldad, se dan la mano en nosotros. San Pablo lo expresaba de manera maravillosa cuando decía: Dejo de hacer el bien que deseo y me encuentro con el mal que aborrezco. A todos nos pasa lo mismo. Amamos a Dios pero también somos débiles, pecadores, inconstantes, tibios, ... Como Pedro también lo confesamos pero al mismo tiempo, cuántas veces lo negamos. lloramos como él pero inmediatamente caemos de nuevo en los mismos pecados. Es una lucha constante, un combate, el combate de la fe. La carrera que nos dice Pablo que debemos correr hasta el final, sin desalentarnos ni desfallecer para alcanzar la corona de gloria que no se marchita. Hoy se proclaman dos evangelios. Por un lado, antes de la procesión de las palmas y de los ramos, el de la entrada triunfal de Jesús en la Ciudad Santa, después, durante la celebración de la Eucaristía, el evangelio solemnemente proclamado por tres lectores, de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Mateo. En uno la alegría, en el otro la tristeza, en ambos la grandeza y la mansedumbre del Hijo de Dios, su señorío en todo momento. Cristo da su vida libremente, nadie se la quita, por nosotros. Meditemos durante este tiempo los textos evangélicos de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Detengámonos en las actitudes de Cristo, de sus discípulos, del pueblo, de cada uno de los personajes de este drama sagrado. Mirémonos nosotros mismos reflejados en ellos. Contemplemos frente a esas actitudes cobardes, tibias, frívolas, blasfemas, malvadas, indiferentes, cómplices, ..., de aquellos hombres, que son muchas veces también las nuestras, las actitudes de Cristo. Su mansedumbre, su humildad, su silencio, su magnanimidad, su entereza, su fortaleza, su dulzura, su misericordia, su entrega, su fe, ... Pidámosle en nuestra oración que las unas se truequen en las otras. Que nuestros corazones se vayan asemejando más al corazón de Cristo, que nuestras actitudes se asemejen a las suyas. Eso es convertirse al Señor, convertirnos en él. 

ABRIRÉ VUESTROS SEPULCROS


El Señor por boca del profeta Ezequiel nos anuncia que él abrirá nuestros sepulcros y nos hará salir de ellos. Así mismo, en el Evangelio de Juan, el Señor hace salir a Lázaro del sepulcro: "¡Lázaro, ven afuera!". También Jesús en otro pasaje llama a los fariseos "sepulcros blanqueados". El Señor no se refiere solamente a los muertos de verdad, sino más bien, a los que están muertos en su "espíritu", es decir, a los que viven y habitan sombras de muerte porque viven en el pecado. En este tiempo de Cuaresma el Señor nos llama a salir de nuestros sepulcros, es decir, de nuestros pecados. A no vivir encerrados en nosotros mismos, en el egoismo, en la autosuficiencia viviendo de espaldas a Dios y al prójimo. ¡Cuántos viven sólo para sí mismos! El Apóstol Pablo nos dice que nadie vive para sí mismo, si vivimos vivimos para el Señor y si morimos, morimos para el Señor, en la vida y en la muerte somos del Señor. ¿Tú vives para el Señor? Es la pregunta que nos tenemos que hacer en esta Cuaresma. Nos daremos cuenta de que nos falta todavía mucho para poder decir lo de Pablo: "Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí." Eso es convertirse al Señor. Vivir cada día un poco más para el Señor y para los demás, y menos para nosotros mismos. Jesús vivió así, entregado del todo a la voluntad de su Padre y al servicio de los hombres. El Señor nos dice: ¡Ven afuera! ¡Sal del sepulcro! ¡Sal de tí mismo! Y vive para ser apóstol del Evangelio de la Alegría como nos dice el Papa. Hay que salir de los sepulcros, de las catacumbas, de los templos, ... ¿A dónde? A las plazas y calles, allí dónde el Señor nos pida para anunciar el amor y la misericordia de Dios. ¡Cristo vive! El Señor no es Dios de muertos sino de vivos. Despierta tú que duermes y abre los ojos a la luz de la Buena Noticia que nos anuncia Cristo.  

EL TIEMPO DE GRACIA


El Señor, por boca del profeta Isaías, nos dice: "En el tiempo de gracia te he respondido..." Dios nos escucha siempre y no deja de responder a nuestras oraciones. El Señor es fiel a sus promesas y a su Alianza. El nos llama a vivir en su gracia, a dejar las obras de las tinieblas y a obrar el bien. "Venid a la luz", dice el Señor. Jesús es la luz del mundo, déjate iluminar por él, acude a él que jamás rechaza al que se acoge a su misericordia. Este tiempo de Cuaresma es un tiempo verdaderamente de gracia, el momento de convertirnos de verdad y en serio al Señor, de decidirnos de una vez por todas a seguirlo dónde quiera que vaya, cuando quiera y como quiera. Es el abandonarse con confianza en la voluntad de Dios. Ese santo abandono es el que te traerá la paz y la quietud al corazón. Andamos siempre inquietos y nerviosos por tantas cosas, y es sobre todo porque queremos hacer nuestra "santa" voluntad y deseamos encima que Dios la bendiga. Nuestra voluntad tiene que ser la voluntad del Señor, nuestro querer el querer lo que el quiera, dónde, cuando y como él quiera. El sabe infinitamente más que nosotros y sólo desea nuestro bien. Déjate guiar por el Señor, no seas como el pueblo de Israel del que Dios decía que era un pueblo de dura cerviz e incircunciso de corazón. Sé dócil a la voluntad del Señor, escucha su voz y acude a él con confianza. Como nos dice el Salmo: "El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas". No dudes y verás las maravillas de Dios en tu vida. El mismo Jesús cumplió también la voluntad del Padre para darnos a nosotros ejemplo de como actuar. En el Evangelio el mismo Señor nos dice: "porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió". Ojalá podamos también nosotros decir lo mismo cada día.

ACUDID POR AGUA


La antífona de entrada de la misa dice: "Sedientos, acudid por agua -dice el Señor- venid los que no tenéis dinero y bebed con alegría." El Señor es ese agua que nos sacia a nosotros los sedientos. ¿Quién no tiene sed? Unas veces será la sed material de las cosas de este mundo, otras veces la sed de cariño, de ser comprendidos, de ser aceptados, de que nos escuchen, de ser felices, ... , y también y sobre todo, la sed de eternidad y de felicidad sin fin, que es Dios. Esa sed sólo la puede calmar el Señor, y lo hace gratis, sin pedir nada a cambio, por puro amor hacia ti. El te dice: "Ven a mí y sáciate de mí, bebe de mí con alegría y sin temor." El agua del Señor sanó mi enfermedad dice el canto. Es el Espíritu Santo que se derrama en nuestros corazones como un torrente en crecida. Es la visión de Ezequiel que contempla cómo desde el templo manaba agua hacia Levante. El agua del Señor, el agua de su Espíritu, el agua de su gracia que recibimos en los sacramentos y que va sanando y dando vida por donde pasa. "Bajarán hasta el Arabá y desembocarán en el mar, el de las aguas pútridas, y lo sanarán." La gracia del Señor sana nuestro corazón pútrido, lleno de pecados, y lo sanará con su misericordia. Allí donde desemboquen esas aguas habrá vida en abundancia, a su vera crecerá los árboles y darán frutos, no se marchitarán sus hojas, ni sus frutos se acabarán, su fruto será comestible y sus hojas medicinales... Así es aquel que se ha sumergido en el agua de la misericordia de Dios, que a sanado su corazón con la gracia del Señor, tendrá vida en abundancia, dará frutos de buenas obras, será alimento de vida y medicina para sus prójimos con el testimonio de su propia vida porque trasparentará al mismo Señor y hará sus mismas obras y aún mayores, como dice el mismo Cristo. La aclamación antes del Evangelio nos dice: "Oh Dios, crea en mí, un corazón puro. Devuélveme la alegría de tu salvación. En el Evangelio vemos como Cristo cura al paralítico que estaba junto a la piscina de Betesda. Tantos años aguardando que alguien le ayudase a entrar en el agua milagrosa y nadie se compadeció de él. ¿Cuántos están es esta misma situación hoy día? Esperamos el milagro pero no lo buscamos realmente en el único que lo puede hacer, confiamos en los hombres y en nuestros pensamientos, pero no en el Señor. Nadie se compadecía del paralítico, salvo Jesús. Se acercó a él y le preguntó: "¿Quieres quedar sano?". También en esta Cuaresma el Señor te dice lo mismo: "¿Quieres quedar sano?". La Palabra sola de Jesús obró el milagro: "Levántate, toma tu camilla y echa a andar". Y quedó sano. Jesús también te dice, nos dice, no lo pienses más, levántate de tu pecado, de esos que te tienen paralítico, de esos que te impiden seguirme más de cerca, acude a mi misericordia, al sacramento de la gracia, y echa a andar de nuevo y sígueme.