QUIERO MISERICORDIA


Es la petición que nos hace el Señor a través del Salmo 50: "Quiero misericordia y no sacrificios". Es el amor el que nos asemeja a Dios y no el sacrificio. Dios no quiere nuestro sufrimiento. ¿Qué padre quiere ver sufrir a sus hijos? Hay quien piensa que la Cuaresma es para hacer sacrificios que ofrecer al Señor. Mortificar nuestros sentidos, nuestra carne con ayunos, vigilias y disciplinas. Castigar el cuerpo por el pecado cometido. Hay que aplacar la cólera de Dios mostrándole que sufrimos por él voluntariamente. Es una particular forma de entender nuestra relación con Dios más propia del judaísmo o de las antiguas religiones, pero no es lo que nos pide el Señor cuando nos dice que debemos adorarlo en espíritu y en verdad. Dios lo que quiere de nosotros es que le ofrezcamos un corazón humilde que se entregue plenamente a hacer su voluntad. En la primera lectura del profeta Oseas, el Señor nos dice: "Quiero misericordia, y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que holocaustos". Este tiempo de Cuaresma es un momento de gracia especialísimo para conocer más al Señor. Haz el propósito de leer y profundizar en el conocimiento de la Palabra de Dios cada día. Ora con la Biblia, no te separes de ella, que sea tu alimento día y noche, graba sus palabras en tu mente y en tu corazón, recita los salmos, "toma y lee" como le dijo aquella voz celestial a San Agustín, y te convertirás al Señor. El segundo propósito que te propongo es que practiques la misericordia con el prójimo al igual que Dios es misericordioso contigo. Recuerda que la medida que uses la usarán contigo cuando te presentes ante el trono de Dios. Dice la Escritura que la misericordia se ríe del juicio. Ahora es el momento de redimir el corazón a través de la misericordia. Sin ella, todos los holocaustos y sacrificios no valen de nada. Dios que es amor solo sabe de amor y te juzgará en el amor. Mira en el Evangelio como el fariseo no salió justificado ante Dios porque no tenía amor. Hacía lo mandado y lo cumplía estrictamente, pero no amaba realmente a Dios, lo hacia quizás por temor al castigo, o por pura vanidad ante sí mismo, se complacía viendo lo bueno y cumplidor que era. Tampoco amaba a su prójimo pues se creía superior a los demás. Despreciaba al publicano que estaba también orando humildemente. ¡Que falta de misericordia la del fariseo! No conocía a Dios y lo peor es que tampoco se conocía a sí mismo, aunque creía que sí. Era incapaz de ver sus propios pecados porque lo cegaba la soberbia. El publicano salió justificado porque se reconoció pecador y fue humilde para pedir el perdón, sin embargo el fariseo que creía que no tenía pecado no le pidió perdón a Dios, sólo le pidió su aplauso y enhorabuena por lo buen creyente que era. ¡Qué iluso! No caigas tú también en su ceguera.

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